El sol apenas comenzaba a despuntar sobre las coloridas calles de Río de Janeiro cuando la aeronave inició su descenso, pintando el cielo con tonos anaranjados y rosados. Desde la ventanilla, Ximena observaba con asombro la gran extensión de la ciudad, donde el mar se abrazaba a la arena y las montañas se alzaban majestuosas al fondo. Junto a ella, Junior, cuyos ojos brillaban de emoción, compartía en silencio la maravilla de ese paisaje. Su pequeño hijo, no podía contener su entusiasmo. Señalaba con dedos temblorosos los edificios y las playas, exclamando con voz entrecortada: —¡Miren, papá, allá está el Cristo Redentor! Roberto, con una sonrisa paternal, asintió y comenzó a explicar: —Sí, hijo, ese es el Cristo Redentor. Desde allí, se bendice a toda la ciudad. Cada palabra de Roberto resonaba con la autoridad de quien conoce cada rincón de su tierra. Mientras tanto, Ximena sentía que cada imagen que se desplegaba ante sus ojos se mezclaba con recuerdos inconfesos y emociones encont