Me desperté entre la penumbra del amanecer, con el eco de un sueño que parecía haber durado toda la noche. En mi mente aún se entrelazaban imágenes intensas y sensaciones que desafiaban la realidad: Roberto, estaba entre mis piernas, y yo, perdida en un torrente de placer, alcanzaba el clímax en un vaivén de emociones y susurros. El calor de su cuerpo, el roce sutil de sus manos, y la urgencia de sus besos se fundían en uno de los mejores orales de mi vida, aunque fuera en sueños. Fue entonces cuando un gemido, ajeno a la magia onírica, me arrancó de aquel éxtasis silencioso. Desorientada, abrí los ojos de par en par y me encontré con la mirada preocupada de Roberto, que se inclinaba hacia mí con una ternura inusitada. —¿Estás bien? —preguntó con voz suave, como si temiera romper el delicado velo que aún separaba la ensoñación de la vigilia. Un rubor subió por mis mejillas y, con el corazón todavía acelerado por lo vivido en sueños, murmuré entre titubeos: —Sí, sí… Estoy bien… Pero de