El beso de la condenada.
Alondra llegó a su casa con el cansancio pegado al cuerpo, pero la mente revuelta no la dejaba descansar. Sin pensarlo demasiado, tomó las llaves de la camioneta y encendió el motor. El ruido del vehículo rompió el silencio de la noche mientras se dirigía al pueblo.
El bar de Juana estaba lleno de vida. El ambiente era movido, la música sonaba fuerte y el murmullo de voces se mezclaba con risas y golpes de vasos. Había rostros conocidos, campesinos de la zona, pero también caras nuevas que no recordaba haber visto antes. Alondra se abrió paso con seguridad entre las mesas hasta elegir una en el rincón, donde podía observar sin ser molestada.
En cuanto Juana la vio, soltó una carcajada cálida y caminó hacia ella con los brazos medio abiertos.
—¡Mi querida Alondra! —exclamó con picardía—. Qué sorpresa verte por acá. Llegué a pensar que habías olvidado el camino.
Alondra la miró con una sonrisa cansada.
—Aquí estoy. Tráeme una botella del mejor whisky, Juana.
Jua