Esa tarde, el Padre Miguel llegó a La Esperanza, y la brisa cálida del atardecer parecía acompañar su llegada. Manuela salió a recibirlo, sus ojos brillaban de alegría y un nudo de emoción se formaba en su garganta.
—¡Padre Miguel! Qué alegría verlo de nuevo —exclamó, abrazándolo con fuerza.
—Gracias, Manuela —respondió él con una sonrisa—. Me alegra encontrarme con usted. ¿Cómo ha estado?
—Bien, gracias a Dios —dijo Manuela, intentando mantener la compostura—. Tome asiento. Don Emiliano vendrá enseguida.
Marisol, que se encontraba cerca, fue a buscar a don Emiliano, quien entró con paso firme, pero con una mirada de sorpresa al ver al viejo amigo de su familia.
—Hombre, es un honor tenerte aquí —dijo Emiliano, extendiendo los brazos con afecto.
El Padre Miguel se puso de pie y lo abrazó con fuerza, sintiendo el peso de los años y de la confianza compartida.
—Mi amigo… estoy aquí por un asunto importante, aunque ni siquiera sé si puedo manejar esa vieja camioneta —dijo el padre, con u