Alessandro Rufino había partido de La Esperanza, pero Diana no se sentía bien. Con la voz temblorosa, le pidió a su padre quedarse un tiempo más, porque quería regresar con Carlos después del asedio.
Mientras tanto, Alondra intentaba descansar en su habitación. Cerraba los ojos, pero el sueño no llegaba. Todo le parecía una pesadilla interminable: cada recuerdo, cada palabra, cada mirada. Con un suspiro profundo se incorporó. Algo dentro de ella le pedía hablar con Carlos, aunque sabía que no debía.
Caminó por el corredor hasta la sala, y al pasar por la terraza lo vio: Carlos estaba sentado junto a Claudia. Alondra se detuvo en seco. Claudia, despeinada y con un vestido sencillo, aún parecía marcada por los días de cautiverio; su rostro estaba apagado, como si hubiese dejado parte de sí en aquel encierro.
Alondra tragó saliva, la rabia y la tristeza mezclándose en su pecho. Ahora esa mujer era su hermana. Levantó la vista al cielo oscuro y murmuró en silencio:
—¿Y ahora, Dios mío, qu