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La primera luz de la mañana se filtraba por las rendijas de la madera, dibujando rayos delgados sobre la cama improvisada. Claudia abrió los ojos con lentitud, todavía adolorida por la noche anterior. La camisa que había encontrado le quedaba como un vestido largo, cubriéndola hasta las rodillas, y le daba cierta sensación de abrigo frente al frío que aún calaba sus huesos.
Se levantó despacio, abrazando la camisa, y caminó con pasos ligeros hacia la puerta. Su respiración era rápida y entrecortada, mezclada con la preocupación por Carlos y Lía.
—¡Oye! —gritó con voz temblorosa—. ¡¿Qué les hiciste a Carlos y a Lía?! ¡Respóndeme!
El silencio fue la primera respuesta. Claudia golpeó la puerta con la palma, desesperada.
Una sombra apareció en el marco de la puerta. Era él:
—Calma, muñeca —dijo con voz grave, divertida y segura—. No les ha pasado nada… todavía.
—¿Todavía? —exclamó ella, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Dime dónde los tienes!
Él dio un paso hacia la mesa, cruzando lo