La incertidumbre aumentaba en La Esperanza. Todo el pueblo se mantenía en silencio, con susurros apagados y miradas desconfiadas. El aire se podía cortar con un cuchillo; cada esquina parecía esconder un secreto y cada ventana se cerraba apenas alguien pasaba.
En la delegación, el alcalde Gustavo caminaba de un lado a otro, sudando frío y con el ceño fruncido. El rechinar de sus botas contra el piso marcaba un compás de ansiedad. De pronto, Juana irrumpió, cruzándose en su andar.
—Le vas a hacer un hueco al suelo de tanto caminar, querido Gustavo —dijo con ironía, apoyando una mano en la cadera.
Él se detuvo, la miró serio y, alzando la voz, casi rugió:
—¡Mujer, por Dios! ¡Son los bandidos de Sarabanda! ¿Acaso no entiendes? Lo que dicen de ellos y de su jefe no son fábulas de Alicia en el país de las maravillas. Esto es serio, mujer, ¡muy serio!
Juana lo observó con desdén, inclinando apenas el rostro con un gesto de desafío.
—Y eso que dicen que eres muy macho, alcalde… —soltó con sa