---
En la casa de los bandidos, una construcción vieja de madera y piedra, apenas iluminada por las teas que colgaban de las paredes ennegrecidas por el humo, reinaba un ambiente pesado. El aire estaba cargado de humedad, de olor a tabaco barato, sudor rancio y leña mal apagada.
Lía trataba de mantener la calma, aunque sus manos temblaban. Sus ojos se movían de un lado a otro, calculando cada rincón, buscando una salida aunque sabía que era imposible escapar. Claudia, en cambio, parecía perder la compostura.
—¡Dios mío, qué horror! —susurró con desdén, apretando el pañuelo contra su nariz—. Este olor es insoportable, ¡ni en los establos de Pueblo Chico huele tan mal!
Un par de bandidos, al escucharla, soltaron una carcajada estruendosa. Uno de ellos, un hombre desgarbado con barba enmarañada, la imitó con voz aflautada:
—“¡Dios mío, qué horror!” —repitió entre risas, provocando que los demás aplaudieran y silbaran.
—Miren a la señorita fina —añadió otro, con un falso acento francés qu