El padre Miguel se mantenía en silencio frente a Alondra. Había revelado ya lo de Santiago, pero en sus ojos se notaba que aún guardaba algo más grande, algo que lo atormentaba.
Alondra lo notó enseguida.
—Padre… —dijo con voz quebrada—. Usted todavía calla algo. Lo veo en su mirada. Dígamelo, aunque me mate… ya no soporto más mentiras.
El sacerdote se llevó las manos al rostro, caminó unos pasos, y al fin se giró hacia ella.
—Alondra… lo que voy a confesarte es lo más duro que podrás escuchar en tu vida.
Ella lo miraba con los ojos inflamados, el corazón latiendo como un tambor.
—No me asuste más… dígamelo.
Miguel respiró hondo.
—Tu madre… Magdalena… después de casarse con Emiliano… mantuvo en secreto un romance prohibido con un hombre muy poderoso de la ciudad, un político que gobernaba en aquel tiempo.
Alondra sintió un vértigo que casi la derriba.
—¿Qué está diciendo, padre?
—Lo que escuchas, hija. De esa relación clandestina… naciste tú.
El silencio se volvió insoportable. El mun