La casa de la Cumbre
Alondra subió despacio las escaleras de piedra que llevaban a la vieja casona de la Cumbre. El viento soplaba entre los pinos, arrastrando hojas secas que crujían bajo sus botas. La puerta, pesada y de madera oscura, se abrió con un chirrido que parecía un lamento guardado durante años.
El silencio la recibió como un abrazo frío. Allí, en aquella casa, habían nacido tantas historias, tantas sombras, y ahora era ella quien cargaba el peso de un secreto que la desgarraba: su verdadero padre no era Don Emiliano, sino aquel político poderoso de la ciudad del que su madre había sido amante en silencio.
La vergüenza le quemaba la piel. Sentía rabia, confusión, un dolor tan intenso que apenas podía respirar. Por eso había decidido quedarse allí, sola, en la Cumbre, lejos de todos, lejos de las miradas de Malena, lejos de Carlos, lejos incluso de sí misma.
Los primeros días apenas comía. Encendía un fogón antiguo, calentaba un poco de café y se sentaba junto a la ventana