Los días siguientes en Pueblo Chico estuvieron marcados por un aire de inquietud. El rumor corría como el viento: los robos de ganado y caballos habían aumentado de forma alarmante. No solo en las tierras del pueblo, sino también en las haciendas vecinas.
Hacía ya dos años que, en lo más profundo de las montañas de San Sarabanda, se habían asentado grupos de bandidos. Desde entonces, cada cierto tiempo se escuchaban historias de grandes asaltos: corrales vacíos al amanecer, establos forzados, rastros de cascos que se perdían entre las sendas boscosas.
Nadie sabía con certeza quién era el cabecilla de aquella banda, pero todos lo conocían por un único nombre: “El Jefe”. Un apodo que, con solo pronunciarlo, hacía bajar la voz a los hombres más valientes del pueblo. Se decía que incluso los propios bandidos le temían. En el balde Juana, más de una vez se habían escuchado conversaciones entre tragos y risas nerviosas, hablando de él como un hombre despiadado, de gatillo fácil y sin temblo