El sol apenas despuntaba sobre los jardines cuando los primeros rayos se filtraron a través de las cortinas de lino. Violeta despertó lentamente, envuelta en el silencio dorado de la habitación.
Durante unos segundos no supo dónde estaba, hasta que el olor familiar del jabón de Liam la ancló a la realidad: seguía en su cama.
En su cama.
El pensamiento bastó para ponerla en alerta. El espacio junto a ella estaba vacío, pero aún tibio. Él ya se había levantado. El reloj marcaba las siete. Se incorporó despacio, mirando la cama perfectamente revuelta, la camisa de él colgada del respaldo y las almohadas caídas al suelo.
El recuerdo de la noche anterior le arrancó un rubor imposible de disimular. Podía sentir todavía el peso de su cuerpo sobre el suyo, la voz grave que le había susurrado “te demostraré que no soy ningún niño”. Se cubrió el rostro con ambas manos, avergonzada y temblando, como si su corazón no entendiera todavía si debía huir o quedarse.
—Idiota —murmuró para sí, intentando