El amanecer entraba suavemente por la ventana del hospital, tiñendo las cortinas de un dorado pálido. El sonido constante del monitor cardíaco marcaba el ritmo sereno de la habitación, y Violeta, todavía medio dormida, giró apenas sobre la cama, buscando el calor de la manta.
A un lado, Liam permanecía sentado en una silla de cuero, con la mirada fija en ella. No había pegado un ojo en toda la noche. Cada respiración, cada pequeño movimiento de Violeta lo mantenía alerta, como si su sola existencia pendiera de un hilo invisible que él debía cuidar.
Desde que la habían encontrado inconsciente en aquella bodega helada, el miedo se había anclado en su pecho. No el miedo habitual de los negocios, ni el de perder una inversión o una oportunidad. Era otro tipo de miedo, más crudo, más humano. El miedo de perder a alguien que ya era parte de sí mismo.
Violeta abrió lentamente los ojos y lo encontró ahí, despeinado, con la camisa arrugada y los ojos marcados por el cansancio.
—¿Liam? —su voz