El amanecer apenas despuntaba, tiñendo de un gris azulado las ventanas del hospital. El aire olía a café recalentado y desinfectante, un aroma que se había vuelto parte de la rutina de Violeta.
Llevaba desde las cinco de la mañana en la sala de espera, con los dedos entrelazados sobre las rodillas y la mente llena de pensamientos que se contradecían.
A su alrededor, las luces blancas parpadeaban suavemente y el silencio se interrumpía solo por los pasos apresurados de las enfermeras. Ese día sería el más importante de su vida. Su padre estaba por entrar a cirugía y, aunque los médicos habían dicho que todo estaba bajo control, la palabra “riesgo” seguía resonando como una sombra.
Intentaba mantener la calma, pero los nervios se apoderaban de su cuerpo poco a poco. Respiró profundo y miró la hora. Faltaban apenas veinte minutos para que comenzara la operación. En su bolso llevaba un termo con café y un pequeño libro que no había podido leer en toda la mañana.
Cuando el doctor Fo