Los días posteriores a la gala transcurrieron con una calma engañosa. La mansión estaba silenciosa, demasiado organizada, como si todo estuviera milimétricamente planeado. Y tal vez lo estaba. Valentina comenzaba a entender que nada en el mundo de Alexander era casual.
Ese lunes en la mañana, el desayuno ya estaba servido cuando ella bajó. Panes artesanales, frutas cortadas con precisión, café humeante. Y un sobre blanco junto a su plato.
—¿Y esto? —preguntó.
—El contrato —dijo Alexander sin levantar la vista del periódico.
Ella lo abrió y leyó en silencio. Ocho páginas de cláusulas: confidencialidad absoluta, convivencia obligatoria de doce meses, asistencia a eventos sociales, cero relaciones públicas fuera del matrimonio, y un bono mensual de cien mil dólares a su cuenta, sin acceso a los fondos de Alexander. Todo estrictamente legal.
—¿Y si me niego?
—No habrá dinero. Ni protección. Ni apellido. Volverás a ser la chica que vivía con su madre enferma en un departamento con goteras. Y, además, tendré la custodia de todo lo que firmaste en el hospital. Te recuerdo que pagué la deuda médica.
—Eres un maldito manipulador.
—No soy el primero que compra una esposa, Valentina. Solo soy el único que te eligió a ti.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Y tú crees que eso te hace mejor.
—No. Solo más honesto.
Ella firmó. Con rabia, pero sin dudar. No por el dinero. Por su madre, que ahora recibía el mejor tratamiento en una clínica privada. Y porque tenía una misión más personal que nadie conocía.
---
Esa tarde, mientras Alexander salía a una reunión, Valentina exploró la mansión. No como una invitada, sino como alguien que buscaba respuestas. Su instinto de periodista aún vivía, aunque su carrera hubiera muerto años atrás.
El ala oeste de la casa estaba cerrada, pero encontró una vieja llave escondida detrás de una estantería. Fue por curiosidad, o tal vez intuición, que la tomó.
La cerradura cedió con un leve clic. Dentro, una biblioteca enorme, cubierta por sábanas blancas. El polvo era grueso, pero los libros estaban intactos. Cuadernos, álbumes, carpetas. Todo perfectamente archivado.
Se acercó a una gaveta. “Fondos De La Vega – 2008”. La abrió. Cientos de documentos financieros. Luego otra: “Fundación Varela – Confidencial”. Camila. Otra más: “Testamento – Patricia De La Vega”.
—¿Qué demonios escondes, Alexander?
—No deberías estar aquí —dijo una voz firme detrás de ella.
Valentina se giró de golpe. Luisa.
—¿Por qué esta parte de la casa está cerrada?
—Porque guarda fantasmas. Y no todos están muertos.
—¿Qué sabes tú, Luisa? ¿Qué pasó con la madre de Alexander?
La mujer la miró con compasión y tristeza.
—Ella no se suicidó, Valentina. Pero tampoco murió por accidente. Eso es todo lo que debes saber... por ahora.
—¿Y quién la mató?
—Pregúntale a tu esposo. Si te atreves.
---
Esa noche, Valentina esperó a que Alexander regresara. Lo encontró en su estudio, con una copa en la mano y el ceño fruncido. Revisaba papeles con sellos legales.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sin mirarla.
—Quiero respuestas.
—¿Sobre qué?
—Tu madre.
Alexander levantó la vista, pero no dijo nada.
—No fue un accidente, ¿cierto?
Él dejó la copa en la mesa, con movimientos lentos.
—No vuelvas a mencionar eso.
—¿Por qué lo ocultas?
—Porque hay heridas que no cicatrizan con preguntas.
—Entonces, ¿debo fingir que no vi nada en tu biblioteca? ¿Los documentos? ¿El testamento? ¿La Fundación de Camila?
Alexander se puso de pie, la sombra en sus ojos más oscura que nunca.
—¿Entraste ahí?
—Buscaba la verdad.
—Y encontraste un problema.
—Tal vez, pero también encontré mentiras.
—¿Quieres saber la verdad? —rugió—. Mi madre fue traicionada por todos. Por su esposo, por sus socios, por sus amigas... y por Camila. Ella se quitó la vida porque ya no tenía salida. Y yo... yo tenía doce años. ¡Doce!
Valentina dio un paso atrás. La rabia de Alexander no era violencia. Era dolor.
—Lo siento —dijo ella, en voz baja.
—No lo sientas. Solo no te metas en lo que no entiendes.
—Pero quiero entender.
Él la miró con una intensidad que le cortó la respiración. Luego, sin decir más, salió de la habitación.
---
Esa noche, Valentina no durmió. No por miedo. Sino por una creciente sospecha.
¿Por qué alguien como Alexander querría casarse con una desconocida? ¿Por qué ella? ¿Por qué protegerla? ¿Por qué pagar la deuda médica? ¿Qué sabía él de su pasado?
Porque aunque no lo decía, Valentina no era tan desconocida para él como fingía.
---
A la mañana siguiente, una invitación llegó a su habitación. Firmada por Camila.
"Desayuno privado. Café de las Rosas. 10 a.m. No faltes."
Valentina pensó en ignorarla, pero la curiosidad era más fuerte.
—
Camila ya estaba esperándola, perfecta como siempre. Vestido blanco, gafas oscuras, actitud afilada.
—Llegas tarde —dijo sin saludarla.
—No vine por gusto.
—Claro que sí. Sabes que quieres respuestas.
Valentina se sentó.
—Habla.
—Alexander no es quien crees. Él no te eligió por amor, ni siquiera por capricho. Te eligió por venganza.
—¿Contra quién?
—Contra mí. Contra su padre. Contra todos. Tú eres el castigo. La pieza perfecta. Y tú, querida... ni siquiera lo sabes.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que no eres la esposa. Eres el instrumento. El trofeo que él usará para hundirnos a todos.
Valentina apretó los puños.
—Y tú… ¿qué eres tú? ¿Otra víctima?
Camila sonrió con arrogancia.
—Yo fui la reina. Ahora soy la amenaza.
—¿Y por qué me lo dices?
—Porque en algún momento tendrás que elegir. Estar con él… o contra él.
—¿Y tú qué quieres?
—Que abras los ojos antes de que sea tarde.
—
De vuelta en la mansión, Valentina no sabía en quién confiar. Alexander, con sus secretos. Camila, con su veneno. Luisa, con sus silencios.
Solo había una persona que podía darle alguna respuesta. Su madre.
La llamó esa tarde.
—Mamá... ¿te acuerdas de aquel hombre que vino a la casa hace tres años? El que dijo que podía ayudarnos con la hipoteca.
—Sí, claro… el señor De La Vega. Muy educado. ¿No era tu actual esposo?
Valentina se quedó helada.
—¿Qué? ¿Cómo que De La Vega?
—Sí, hija. Él dijo que trabajaba en una fundación. Nunca supe más. Pero gracias a él no perdimos el departamento en ese tiempo.
Alexander. Ya la conocía. La había seguido. La había escogido desde antes.
Todo era un plan.
—
Esa noche, cuando él regresó, Valentina lo esperó en la biblioteca. El mismo lugar prohibido.
—Sabías quién era yo desde antes. ¿Verdad?
Él no pareció sorprendido.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Tres años.
—¿Por qué?
Alexander se acercó. Su voz fue baja, pero firme.
—Porque vi algo en ti que nadie más tenía. Coraje. Dignidad. Furia. Tú eres como mi madre. No te quiebras.
—¿Y por eso me compraste?
—No. Por eso te elegí.
Valentina lo miró, dolida.
—Podrías haberlo dicho.
—No estaba listo.
—¿Y ahora?
Alexander la miró largamente. Luego, sin una palabra más, se inclinó y la besó. Fue un beso lento, profundo, sin prisas. No era deseo. Era confesión.
Cuando se separaron, Valentina no sabía si había ganado poder... o lo había perdido todo.
---