El auto avanzaba en silencio por la carretera privada que conducía a la residencia De La Vega. Valentina miraba por la ventana con el rostro impasible, pero por dentro sentía que se desmoronaba. Cada metro que recorrían la alejaba de su realidad, de su libertad, de sí misma. Alexander no había dicho una sola palabra desde que subieron al auto. Iba concentrado, con una mano sobre el volante y la otra sosteniendo su teléfono, revisando correos y agendas. Impecable, elegante, inalcanzable. Valentina cruzó los brazos. El aire dentro del vehículo era sofocante, no por el clima, sino por la tensión. —¿Siempre secuestras a mujeres a medianoche o soy una excepción? —preguntó con sarcasmo. Alexander levantó una ceja, pero no despegó los ojos del camino. —No me hagas arrepentirme del trato tan pronto, Valentina. —Tarde —murmuró ella. La carretera terminó frente a unas enormes rejas de hierro que se abrieron automáticamente. Más allá, una mansión de tres pisos con arquitectura moderna y
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