la primera apariencia

El zumbido del secador y el aroma a perfume caro invadían la habitación. Valentina, sentada frente al enorme tocador, observaba cómo la estilista profesional le retocaba el maquillaje mientras otra ajustaba la caída del vestido de terciopelo azul marino que le envolvía el cuerpo como una segunda piel.

—No puedo creer que esto esté pasando —murmuró, más para sí misma que para alguien más.

—Respira —le dijo Luisa con tono suave—. No estás yendo a una ejecución. Solo a una gala.

“Una gala”, pensó Valentina con amargura. Una presentación pública. Esa noche sería el debut oficial de la esposa de Alexander De La Vega ante la alta sociedad. Él la había advertido: “tienes que ser perfecta”. Sonríe. No hables mucho. No digas tonterías. No luzcas nerviosa. No bebas. No pierdas la compostura.

—Y, sobre todo, no olvides que eres mía —le había susurrado antes de cerrar la puerta más temprano ese día.

Esa última frase le quemaba como una marca invisible sobre la piel.

Cuando bajó las escaleras, todos los ojos en la mansión se volvieron hacia ella. Los empleados se detenían en seco. Alexander estaba al pie de la escalera, impecable en su esmoquin negro con corbata de lazo. Por primera vez, pareció sorprendido.

—No está tan mal el disfraz —dijo él, mientras se acercaba—. Te ves... adecuada.

—Tranquilo —replicó ella con una media sonrisa—. No estoy tratando de conquistarte.

—No lo necesitas. Ya eres mi esposa.

Ella quiso replicar, pero el chofer ya los esperaba.

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La gala se celebraba en el Gran Hotel Imperial, un lugar que parecía sacado de una película de época. Candelabros de cristal, alfombra roja, fotógrafos, reporteros... y una lista interminable de apellidos importantes que Valentina nunca había oído antes.

—Recuerda sonreír —murmuró Alexander mientras bajaban del auto—. Eres felizmente casada. Estás profundamente enamorada. Y no tienes nada que esconder.

—Excepto el hecho de que esto es una farsa —susurró ella entre dientes.

Él tomó su mano con una sonrisa perfecta para las cámaras.

—Sonríe, Valentina.

Y ella lo hizo.

Los flashes explotaron. Las preguntas llovieron.

—¡Alexander! ¿Quién es esta diosa?

—¿Es cierto que se casaron en secreto?

—¿Cuándo fue la boda?

—¿Dónde se conocieron?

Valentina solo sonreía, dejándose guiar como una marioneta. Alexander respondía todo con seguridad:

—Nos conocimos hace un par de años, pero decidimos mantener la relación en privado. La boda fue íntima, como queríamos. Ella es mi hogar.

Sus palabras eran tan convincentes que por un segundo, hasta Valentina casi creyó en ellas.

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Ya dentro del salón, la música clásica flotaba en el ambiente. Copas de champagne, vestidos brillantes, relojes de oro. Valentina se sentía como un fraude en medio de la realeza.

—No pierdas de vista a nadie —le susurró Alexander—. Aquí todos quieren algo. Incluso nosotros.

—¿Y qué quieres tú?

—Poder.

—¿Y yo qué soy? ¿Una herramienta?

—Eres mi llave. Y yo la tuya.

La conversación se vio interrumpida por la llegada de un hombre de unos cuarenta, delgado, con mirada astuta y sonrisa arrogante.

—¡Alexander! Siempre tan puntual. —El hombre saludó con palmadas en el hombro—. Y tú debes ser la famosa esposa. Valentina, ¿verdad?

—Así es —respondió ella con amabilidad fingida.

—Soy Álvaro Jiménez. Socio del grupo Phoenix, uno de los inversionistas de tu esposo. Espero que estés lista para ser el centro de atención esta noche.

—Estoy acostumbrada a los reflectores —mintió sin pestañear.

Alexander la miró de reojo. Esa respuesta no estaba ensayada, pero había sido perfecta.

Durante más de dos horas, Valentina se convirtió en una actriz profesional. Respondía preguntas, sonreía, reía con gracia, y mantenía siempre el brazo de Alexander entrelazado al suyo.

—Te mueves bien entre serpientes —le susurró él en una pausa.

—Vengo del barrio. Las reconozco a la distancia.

Alexander la miró con una mezcla de diversión y respeto.

—Estás superando las expectativas.

—No me subestimes.

La conversación se detuvo abruptamente cuando una mujer rubia, alta y de vestido rojo intenso, se acercó. Tenía unos ojos fríos, analíticos.

—Alex… tanto tiempo —dijo ella, sin mirar a Valentina.

—Camila —dijo él, tensándose ligeramente.

Valentina sintió la tensión en el aire.

—¿No me presentarás?

—Claro. Camila, ella es Valentina… mi esposa. Valentina, ella es Camila Varela. Una antigua amiga.

—Muy antigua —añadió la mujer, como si cada palabra llevara veneno—. He oído hablar mucho de ti, Valentina. Aunque debo decir que me sorprende que Alexander se haya casado tan rápido. Siempre fue… difícil de atrapar.

Valentina sonrió, dulce como la miel.

—A veces lo que uno necesita no es una red, sino un espejo. Alexander solo necesitaba verse reflejado en algo real.

Camila frunció los labios y se alejó. Alexander la observó con una ceja levantada.

—No sabía que sabías usar veneno.

—Solo cuando me atacan primero.

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La noche terminó tarde. En el auto, Valentina se quitó los tacones con un suspiro.

—No sabía que caminar con elegancia dolía tanto.

—Lo hiciste bien —dijo Alexander, sin ironía.

—Gracias, supongo.

—¿Sabías que Camila y yo estuvimos comprometidos?

Valentina lo miró, sorprendida.

—No. Pero lo noté.

—Ella fue parte de mi pasado. Tú eres mi presente.

—¿Y tienes idea de lo que quieres en tu futuro?

Alexander la miró, pero no respondió. Solo cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo.

Por primera vez, parecía cansado.

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Ya en la mansión, mientras subía a su habitación, Luisa la esperaba con una bata de seda y té caliente.

—Lo hiciste bien, niña.

—No soy una niña, Luisa.

—Tal vez no. Pero aún estás aprendiendo a sobrevivir en este mundo.

Valentina la miró con curiosidad.

—¿Qué sabes tú de esto?

Luisa solo sonrió.

—Mucho más de lo que imaginas. Pero cada historia se revela a su tiempo.

Y se fue.

Valentina se quedó pensativa. Esa casa no solo escondía secretos de Alexander. Luisa también parecía conocer más de lo que decía.

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Antes de dormir, bajó al invernadero. El piano seguía allí, cubierto de polvo. Se sentó frente a él y presionó una tecla. El sonido era suave, nostálgico.

—¿Tocas? —preguntó una voz masculina.

Ella giró. Alexander estaba de pie, en la penumbra, con una copa en la mano.

—No. Pero me gusta escuchar.

—Mi madre tocaba aquí todas las noches. A veces pienso que este piano aún guarda su voz.

—¿Por qué me trajiste aquí, Alexander?

Él se sentó junto a ella. Por primera vez, sin distancia.

—Porque necesito a alguien que no me tema. Que no me busque por interés. Que me mire como lo haces tú: como si aún tuviera salvación.

—¿Y crees que la tienes?

—No lo sé. Pero quiero intentarlo.

Por un segundo, el silencio los envolvió. Solo el murmullo del jardín llegaba desde afuera. Y luego, sin pensarlo, él puso una mano sobre la de ella.

No fue un gesto romántico. Fue humano. Doloroso. Necesitado.

Y Valentina no se apartó.

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