Sofía cayó con fuerza, y el golpe le recorrió todo el cuerpo como un latigazo de dolor. El murmullo del salón se convirtió en un grito generalizado cuando su silueta rodó hasta el último escalón. Antonio, que conversaba con un grupo de socios, se lanzó de inmediato hacia ella, su corazón helándose al verla tendida en el suelo.
—¡Sofía! —exclamó con voz grave, mientras la sostenía con sumo cuidado.
Un hilo de sangre descendía lentamente desde su frente, manchando su piel nívea. Antonio la tomó entre sus brazos con desesperación, sus ojos ardiendo de ira y preocupación.
—¿Qué fue lo que sucedió, por Dios? —preguntó con urgencia, aunque al alzar la vista hacia lo alto de las escaleras, comprendió la verdad sin necesidad de explicaciones.
Allí estaba Anna, pálida como un fantasma, al borde del pasillo. La escena hablaba por sí sola.
—¡Maldita mujer! —rugió Antonio, con el rostro endurecido por la furia—. ¿Cómo te atreviste a empujar a Sofía? Te haré pagar por esto.
Anna sintió que las pie