El sol de la tarde bañaba de un tono ámbar el balcón de la suite. Sentada en su silla de ruedas, Graciela absorbía el calor con los ojos cerrados. Una manta de cachemira cubría sus piernas inmóviles, y a su lado, un discreto palo de metal sostenía las bolsas de medicamentos que goteaban vida en sus venas a través de las agujas en el dorso de su mano derecha.
Su mirada se perdía en la distancia, fija en los impetuosos edificios que se burlaban del horizonte. Verlos le producía una punzada de familiaridad, un eco de los días en que ella misma comandaba su imperio desde esas alturas. A pesar de su confinamiento, la vista de la ciudad le traía una extraña y solemne tranquilidad.
El suave deslizamiento de las puertas de vidrio a sus espaldas la sacó de su ensueño. El sonido fue cuidadoso, casi reverente.
—Señora Graciela, tengo lo que ha pedido investigar.
Una voz madura, familiar y siempre eficiente.
Con un leve movimiento de sus dedos sobre el control remoto, Graciela hizo girar la sill