El resto de la tarde en la oficina transcurrió en un estado de aturdimiento para mí. Las cifras en la pantalla bailaban sin sentido, mi mente aún revolviéndose entre los coloridos relatos de viajes de Karla y la cruda realidad de mi escritorio gris. Había terminado el informe en el que estaba trabajando casi por inercia, los dedos moviéndose por pura memoria muscular. Justo cuando estaba a punto de sumergirme en otro archivo interminable, la Jefa Méndez apareció en la entrada de nuestra área de trabajo, con una amplia sonrisa que no era del todo común en ella.
—¡Atención a todos! —anunció, haciendo un gesto con las manos para acallar el murmullo de teclados y conversaciones bajas—. ¡Cambio de planes! Hoy salimos todos una hora más temprano.
Un murmullo de sorpresa y alegría recorrió la oficina. Gonzalo me lanzó una mirada de complicidad, frotándose las manos.
—Pero eso no es todo —continuó Carmen, con un brillo pícaro en los ojos—. Tengo dos anuncios sorpresa que dar. Y no serán entre