La habitación era un santuario de silencio y penumbra. La única luz provenía del parpadeo tenue de un televisor de pantalla plana empotrado en la pared frente a la cama, donde un noticiero nocturno discurre con voces bajas y graves. Graciela Han yacía recostada sobre una montaña de almohadas de seda, arropada hasta la cintura con una manta de cachemira suave como el polvo de alas de mariposa. Sus manos, pálidas y finas, yacían inertes sobre la tela, y su rostro, aunque marcado por la fatiga y el paso del tiempo, conservaba la serenidad esculpida de quien ha aprendido a observar el mundo desde una distancia segura. El aire olía a limón pulcro y a una ligera nota de medicamentos.
El universo de quietud se quebró con un sonido casi imperceptible: el suave chirrido de la puerta al abrirse. No fue un movimiento abrupto, sino uno cuidadoso, deliberado, como el de alguien que se adentra en un espacio sagrado. Por la abertura se deslizó una mujer alta y delgada, de cabello cano recogido en un