Capítulo 4 —Perfume
Narrador:
El aula estaba llena. Alumnos dispersos en grupos, cuadernos abiertos, portátiles encendidos. Algunos cuchicheaban, otros bostezaban, unos pocos hojeaban textos. Nerón Valmont observaba desde el escritorio, las manos cruzadas detrás de la espalda, mientras el murmullo general disminuía apenas con su presencia.
—Vamos a comenzar —anunció con tono firme, como si no se tratara de una sugerencia.
No era necesario que alzara la voz. Tenía esa autoridad natural, esa gravedad sobria que hacía que hasta los más distraídos se enderezaran. Abrió su cuaderno de apuntes y deslizó la mirada por los primeros renglones. Y entonces, la puerta se abrió. El murmullo volvió, suave pero inevitable.
—Perdón —dijo Cleo, entrando con la carpeta apretada contra el pecho —Me perdí buscando el aula. Es mi primer día en esta clase.
Nerón se quedó inmóvil. Literalmente inmóvil. Solo la miró, con los labios entreabiertos y las cejas apenas alzadas. Como si acabara de ver un espectro. O peor… como si alguien hubiese leído sus pensamientos y decidido burlarse.
—¿Se va a quedar ahí o va a pasar? —preguntó una voz desde el fondo.
Eso lo sacó de su trance.
—Adelante, señorita —dijo al fin, pero la voz le salió apenas más baja que de costumbre.
Cleo caminó entre las filas de bancos como si no notara la tensión que había sembrado en cada paso. Sus vaqueros oscuros, su camisa blanca abotonada hasta el cuello, el cabello recogido en una trenza floja. Parecía una estudiante más, y sin embargo… todos la miraban.
Todos menos él, que intentaba volver al hilo de su discurso mientras ella tomaba asiento en la tercera fila.
—Como decía… —empezó, hojeando sus apuntes —El Derecho Penal Internacional nace de la necesidad de…
—¿De imponer justicia más allá de las soberanías nacionales? —interrumpió Cleo con una media sonrisa.
Algunos rieron. Otros giraron para verla. Nerón alzó la mirada lentamente.
—¿Nombre? —Como si no lo supiera bien
—Cleo Morel —respondió ella sin dudar, siguiendole el juego.
Hubo un segundo de pausa... uno solo. Pero en esa pausa, todo se dijo. Él asintió con un leve gesto.
—Bien, señorita Morel. Entonces sabrá que esa idea es parte de la Declaración de Nuremberg, aunque los antecedentes se remontan mucho antes. ¿Podría darme un ejemplo anterior al siglo XX?
Cleo sostuvo la mirada.
—El juicio a Luis XVI, en la Revolución Francesa. No fue un tribunal internacional, pero sí sentó una base: la idea de que el poder no exime de responsabilidad penal.
Nerón inclinó la cabeza, trató de esconder la sonrisa, no dijo nada. Solo bajó la vista a sus apuntes. Pero ella lo notó. La clase avanzó entre conceptos, debates y silencios estratégicos. Cleo participó dos veces más. No demasiado. Solo lo justo. Cada vez que hablaba, la clase entera parecía inclinarse hacia ella. En un momento, un alumno del fondo comentó por lo bajo:
—Alguien se leyó el manual para impresionar al profe.
La frase no estaba destinada a ser oída, pero lo fue. Cleo giró el rostro, sin perder la compostura.
—No hace falta leer el manual para eso —dijo con naturalidad —Basta con entender lo que uno quiere y no tener miedo de ir por ello.
El murmullo fue general. Nerón levantó la vista hacia el fondo del aula.
—No volveré a tolerar comentarios personales en mi clase —dijo con frialdad cortante —Si a alguien le incomoda que una compañera brille, puede retirarse ahora mismo.
Pero nadie se movió. El resto de la clase transcurrió sin interrupciones. Pero la tensión… esa no se fue. Al terminar, los estudiantes comenzaron a salir en grupo. Algunos comentaban la clase, otros simplemente apuraban el paso para no llegar tarde a la siguiente clase. Cleo guardó sus cosas sin apuro. Fue la última en salir. O casi. Nerón recogía sus papeles cuando ella se acercó al escritorio. Se detuvo frente a él, con la mochila colgada de un solo hombro.
—¿No va a decir nada?
Él levantó la vista, sin expresión.
—¿Sobre qué?
—Sobre que me inscribí en su clase —dijo ella, inclinando levemente la cabeza —Pensé que lo sabría.
—No lo sabía —respondió él, más brusco de lo que planeaba —Pero ahora lo sé.
Ella sonrió. Una sonrisa tenue, casi imperceptible.
—¿Le molesta?
—No tiene por qué molestarme —dijo él, ordenando unos papeles que ya estaban ordenados.
—Perfecto —dijo Cleo, girando sobre sus talones —Nos vemos el jueves, doctor.
—Señorita Morel —la llamó, justo cuando Cleo ya estaba cerca de la puerta.
Ella se detuvo. Se giró apenas, como si no lo hubiese esperado.
—Diga, profesor.
Él la observó un segundo antes de hablar, midiendo cada palabra.
—Si vuelve a llegar tarde a mi clase, no se moleste en entrar, detesto ser interrumpido. —suspiró molesto —Tambien quiero que le quede muy en claro, que la relación de amistad que tiene con mi sobrina, no le da derecho a tomarse atribuciones que no le corresponden. Esto no es una cmapamento de vacaciones, es una Universidad respetable y me tomo muy en serio mi trabajo.
Ella entrecerró los ojos con un gesto leve, entre ofendida y divertida.
—Lamento mucho haberlo incomodado, nunca me tomaría semejantes atribuciones. Estoy aquí por lo que le dije anoche, me parece un abogado brillante, lo admiro mucho y espero porder aprender mucho de usted, Doctor Valmont. Así que le ofrezco mis sinceras discuplas si se mal interpretó, no era mi intención, se lo aseguro —respondió con esa voz dulce que usaba cuando quería desconcertar a alguien —Es que el edificio nuevo es un laberinto. —Y entonces, bajó la mirada y añadió, casi en un susurro. —Aunque, si soy honesta… creo que fue su perfume el que me guió.
El silencio que siguió no fue incómodo, fue peligroso. Ella sostuvo su mirada con inocencia fingida. Luego sonrió, se giró y desapareció por el pasillo. Y Nerón… se quedó de pie, con la espalda tensa, preguntándose desde cuándo el perfume podía ser un arma. Porque si lo era, acababa de darle en el blanco. Ya que hablando de aromas, cuando ella se fue, con paso calmo, casi etéreo, dejó tras de sí el suyo, que olía muy tenue a jazmín y una mueca rígida en el rostro de Nerón, que tardó demasiado en desaparecer. Cuando estuvo solo en el aula, se permitió soltar el aire. Tenía que encontrar la manera de sacársela de la cabeza. Antes de que fuera demasiado tarde.
La noche envolvía los edificios de la universidad con un manto espeso, interrumpido solo por el resplandor intermitente de las farolas. Nerón cruzaba uno de los jardines internos, los pasos firmes sobre el empedrado mojado por el rocío, con el maletín en una mano y el cansancio de la reunión en la espalda. Entonces la vio. O más bien, la intuyó. Una brasa encendida flotaba a unos metros, en la penumbra, como un faro diminuto. Pero fue la voz la que lo detuvo en seco.
—Que descanse, doctor.
Reconocería ese tono en cualquier parte. La seguridad insolente, el deje suave pero filoso como una hoja oculta entre flores. Giró la cabeza. Ella estaba sentada en uno de los bancos de piedra, envuelta en su abrigo de lana, con las piernas cruzadas y el cigarrillo brillando entre los dedos. Una Cleo que no parecía tener veinte años, sino todos los secretos del mundo. Él se acercó.
—No deberías fumar... —empezó a decir, con el tono de quien está por iniciar una advertencia... pero ella no lo dejó terminar.
—No me venga con sermones, doctor. Tengo veinte años, no doce.
La sonrisa se le escapó, inevitable. Una que no mostraba dientes, pero sí la comisura torcida y una sombra de algo más profundo.
—Igual sigues siendo una chiquilla —dijo, divertido —Pero no pensaba sermonearte.
Ella giró el rostro apenas, dejando que el humo saliera por la nariz con languidez.
—¿Entonces?
Él la miró un instante. Un segundo que pesó como plomo.
—Entonces, no deberías fumar sola —respondió al fin —Podrías convidar a este profesor con uno.
Ella soltó una carcajada baja, tibia, como el fuego que parpadeaba entre sus dedos.
—Solo me queda este —le dijo, mostrándole el cigarro a medio consumir.
Él dio un paso más. Se detuvo frente a ella.
—Si no te molesta compartirlo… para mí está bien.
Cleo levantó la mano. No dijo nada. Solo alzó el cigarrillo en dirección a él. Cuando Nerón lo tomó, rozó con los dedos los de ella. Fue un contacto breve, pero suficiente para que ambos se quedaran un instante en suspenso. Luego, él se sentó a su lado, sin prisa. Llevó el cigarro a los labios y le dio una calada profunda, como si necesitara absorber algo más que nicotina. Exhaló despacio. El humo se elevó entre los dos, tibio, denso, casi íntimo.
—Malo, ¿eh? —dijo ella.
—Horrible —respondió él —Pero tenía curiosidad por saber qué te mantenía aquí sentada en vez de dormir.
—No podía. A veces las ideas necesitan aire frío para ordenarse. —Él la miró de reojo. Ella no lo miraba a él, sino al cielo sin estrellas. —Y ahora —agregó ella, tomando el cigarro con dos dedos de su mano, que rozó los de él al hacerlo —Ya puedo dormir.
Pero ninguno de los dos se movió. Nerón apoyó los brazos en sus rodillas, como si el banco fuera más cómodo de lo que era. Cleo fumó una última vez, dejó el cigarro morir entre sus dedos y lo apagó contra la piedra. El silencio volvió a caer. Pero ya no era el mismo. Ahora tenía latidos.