La cena en la elegante mansión de Puebla fue, en efecto, un espectáculo para los sentidos. Cada platillo que desfiló por la mesa era una obra de arte culinaria, digna de los más prestigiosos reconocimientos gastronómicos, de esos que solo unos pocos chefs logran alcanzar en su carrera. Los sabores eran exquisitos, las texturas perfectas, una sinfonía para el paladar que contrastaba drásticamente con la atmósfera que reinaba en el comedor.
No hubo risas, ni chistes que aligeraran el ambiente, nada de la calidez espontánea que Joren había presenciado en otras cenas menos formales, como las que imaginaba con Yago. El silencio solo se rompía por el delicado tintineo de los cubiertos contra la porcelana y los comentarios medidos y estratégicos de Ludwig y Diana. Era una coreografía familiar que Joren ya conocía a la perfección, algo a lo que estaba dolorosamente acostumbrado. Desde niño, las comidas en casa eran reuniones de junta directiva disfrazadas de convivencia, un escenario para la