El taxi de Joren lo dejó frente a la imponente residencia familiar en Puebla. El aire, a diferencia de la brisa marina y liberadora de Veracruz, era más denso, cargado con el peso de las expectativas no dichas y las complejas dinámicas de poder que caracterizaban a los Castillo en su propio feudo. Joren pagó al conductor con un gesto seco y, con un suspiro apenas audible, que se perdió en la majestuosidad de la fachada de piedra, subió los escalones de la entrada, preparándose mentalmente para la inevitable función familiar que lo esperaba.
Abrió la gran puerta principal y, tal como había predicho en el taxi, la escena que se desplegó ante él era digna de un cuadro meticulosamente orquestado. Ahí estaban, en el vasto y elegantísimo comedor, "todos" reunidos, cada uno en su lugar preestablecido en el intrincado tapiz familiar. Su madre, Diana, lucía impecable en un vestido de noche de corte preciso que acentuaba su figura esbelta y su aura de autoridad, con el cabello recogido en un mo