La oscuridad de la suite en la mansión de Veracruz era casi total, un manto cómplice que apenas la tenue luz nocturna lograba perforar. Yago, segundos después de que Nant se deslizara en la cama desnuda, se volteó para acomodarse. Su cuerpo se movió con la fluidez de un depredador, buscando la posición más cómoda para el descanso. Sin embargo, en el instante en que sus brazos se extendieron para abrazar lo que esperaba fuera el cuerpo cubierto por la pijama de seda, se llevó una sorpresa.
El roce inesperado de piel contra piel, la suavidad desnuda de Nant, envió una descarga eléctrica a través de él. Sus manos se encontraron con la piel cálida y sedosa de su espalda, la curva delicada de su cintura, la ausencia total de tela. No hubo sobresalto, solo una quietud asombrosa. Yago sonrió para sí mismo en la oscuridad, una sonrisa que nadie vio, pero que era tan amplia como el mar que se extendía más allá de sus ventanas.
Excelente jugada, pensó Yago, una admiración genuina recorriendo su