El calor del momento en la regadera era innegable, una llamarada que había amenazado con consumir todo a su paso. El miembro de Yago, turgente y urgente contra el cuerpo de Nant, era una prueba irrefutable de la pasión que los embargaba. El beso, profundo y voraz, había sido una promesa tácita de lo que estaba por venir. Sin embargo, en medio de esa vorágine de deseo, una pequeña voz en la mente de Nant, una voz de pragmatismo y de conciencia de la realidad circundante, logró abrirse paso a través de la niebla de la excitación. Era la voz de la razón, recordándole que no estaban solos en la mansión, que había un plan, una cena esperándolos, y que la noche apenas comenzaba, con sus propias dinámicas y expectativas.
Con un esfuerzo que le pareció sobrehumano, Nant logró romper el beso, apenas lo suficiente para que sus labios se separaran de los de Yago, aunque sus cuerpos seguían pegados, la piel húmeda y caliente contra la suya. Su respiración era errática, su corazón latía como un ta