Cuando Yago y Nant llegaron al lobby de la imponente torre de CIRSA, el sol de la tarde comenzaba a filtrar sus últimos rayos a través de la fachada de cristal, pintando el amplio espacio con tonalidades cálidas y doradas. El bullicio habitual de la jornada laboral se atenuaba, transformándose en el suave murmullo de los ejecutivos y empleados que terminaban su jornada, sus pasos apresurados resonando en el mármol pulido del vestíbulo. Se podían escuchar fragmentos de conversaciones sobre cierres de negocios, planes para el fin de semana y el inconfundible tintineo de los vasos en la pequeña cafetería del lobby, donde algunos aún se aferraban a su último café del día. En medio de ese ir y venir, Carlos, el inquebrantable chofer, ya los esperaba. Su figura, impecablemente vestida con el uniforme de la casa Castillo —un traje oscuro de corte impecable, camisa blanca inmaculada y corbata discretamente elegante—, se destacaba con discreción y elegancia, erguida junto a la puerta principal