La brisa salada que subía desde la Bahía de Santa Lucía traía consigo el aroma de la noche tropical, una mezcla de mar, jazmines y el perfume costoso de los comensales de "Altamira Bay". Sin embargo, en la mesa principal de la terraza, la atmósfera tenía una densidad propia, una gravedad generada no por el clima, sino por la colisión silenciosa de dos imperios.
La cena había llegado a esa pausa natural donde los platos están vacíos y las copas medio llenas, el momento preciso en que se definen las retiradas o se declaran las guerras. Yago, sintiendo que la cortesía diplomática había alcanzado su límite elástico antes de romperse, decidió que era momento de retomar el control del tiempo.
Con un movimiento sutil de su muñeca izquierda, apartó ligeramente el puño de su camisa de algodón egipcio y observó su reloj.
Fue un gesto mecánico, pragmático, propio de un hombre cuya agenda vale millones por minuto. Pero para Nant, sentada a su lado, ese destello de metal y cristal de zafiro fue mu