Cuando Nant entró a la cocina, siguiendo el paso firme pero elegante de Albert, no estaba preparada para lo que encontró. Había esperado encontrar el mismo espacio silencioso de la noche anterior: pulcro, amplio, con el suave zumbido de los electrodomésticos y, quizás, con la calma presencia de Albert preparando algo sencillo. Pero lo que vio al cruzar el umbral fue un contraste tan fuerte que por un momento se detuvo en seco.
La cocina estaba viva. Vibrante. Un verdadero centro de operaciones.
El murmullo de conversaciones profesionales, el sonido rítmico de cuchillos golpeando tablas de cortar, el burbujeo de las ollas sobre la estufa, y el tintinear de platos siendo organizados con eficiencia llenaban el espacio. Había al menos ocho personas en diferentes estaciones: una joven de rostro serio picaba cebollas con una destreza asombrosa; un hombre mayor con bigote espeso revisaba con ojo crítico la temperatura de una salsa; dos mujeres organizaban bandejas y vajillas con movimientos