Mientras la intimidad se tejía en el departamento de Yago en Veracruz —entre vapor, silencios y miradas llenas de promesas—, a cientos de kilómetros de distancia, en la aparente tranquilidad de su hogar en Puebla, Clara no podía conciliar el sueño. La noche era larga y densa, como si el tiempo se hubiera detenido solo para recordarle que su hija ya no estaba bajo su techo, ni bajo su cuidado directo. La almohada no ofrecía alivio, el edredón tampoco. Daba vueltas una y otra vez en la cama, buscando una posición, un pensamiento, una oración que la calmara. Pero no lo lograba.
Su mente era un torbellino.
Allí, entre sombras proyectadas por la tenue luz del reloj digital, estaba la figura invisible de Nant. Su pequeña. Su niña. Aunque ya tenía veintitantos, en el corazón de Clara seguía siendo esa criatura de ojos grandes, que le pedía cuentos antes de dormir o se acurrucaba en su pecho cuando tenía miedo. Pero esta noche… esta noche era distinta. Porque Nant no estaba en casa. No estaba