La recámara de Yago se sentía como un santuario. El mundo exterior, con su caos incesante, con sus escándalos, traiciones y expectativas, parecía desvanecerse al cruzar esa puerta. Las luces tenues, la calidez del ambiente y el silencio cuidado daban a la habitación una atmósfera casi sagrada. Yago y Nant entraron juntos, no tomados de la mano, pero sí unidos por algo mucho más profundo: la promesa tácita que ella le había hecho con su presencia, con sus palabras, con su decisión de estar ahí. La confesión de Nant, su vulnerabilidad expuesta sin reservas, había borrado el último rastro de agotamiento en Yago, reemplazándolo con una ternura profunda y un respeto inquebrantable.
Ninguno de los dos habló al entrar. No hacía falta. Había entre ellos una corriente invisible, una conexión viva que latía en cada gesto. Nant se quedó unos pasos detrás, cerca del umbral, mientras Yago avanzaba por la habitación. A cada lado, las sirvientas habían dejado las pertenencias de ella con cuidado sob