La cena transcurrió en una extraña burbuja de intimidad en la barra de la cocina. El cereal y las sincronizadas, servidos con la discreción de Albert, fueron apenas tocados por Yago, cuya mente seguía en la crisis, pero cuyo corazón se sentía inexplicablemente aliviado por la presencia de Nant. Ella, por su parte, observaba cada movimiento de Yago, la luz en sus ojos, la tensión en sus hombros. La promesa implícita de la noche, de compartir no solo el espacio sino la intimidad, vibraba entre ellos.
Al terminar la cena, Yago se puso de pie, su cansancio evidente, pero con una nueva vitalidad que la cercanía de Nant le infundía. La miró, sus ojos oscuros llenos de una mezcla de gratitud y deseo, y le ofreció una pequeña, aunque forzada, sonrisa.
—¿Subimos? —preguntó Yago, su voz suave, una invitación implícita en cada sílaba.
Nant asintió, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Juntos, subieron las escaleras. El camino hacia la recámara de Yago, ahora el cuarto de ambos, se sentí