La petición de Yago a Albert fue una chispa. No una cualquiera, sino una que encendió fuego en el rostro de Nant y un torbellino en su interior. Mientras el mayordomo asentía con su acostumbrado aplomo a la sorpresiva orden de llevar las pertenencias de Nant a la recámara de Yago, ella sintió el rubor subir desde su cuello hasta las mejillas, expandiéndose como una llamarada suave pero imparable. Cada célula de su cuerpo entendió lo que eso significaba. No era solo una decisión práctica. Era una declaración.
Compartir el cuarto.
Compartir la noche.
Antes de que Albert pudiera girarse y marcharse a cumplir la orden, Yago añadió una segunda instrucción. Una más íntima, más precisa. Una que solidificó aún más las expectativas en la mente y el corazón de Nant.
—Albert —dijo Yago, con ese tono que usaba cuando algo era importante, cuando cada palabra debía ejecutarse al pie de la letra—, por favor, prepare mi pijama… y revise si entre las pertenencias de la señorita Nant, ella también traj