El eco de la última frase de Viktor —“Gracias a ti, KORALVEGA y CIRSA serán una sola”— se disipó lentamente en el aire acondicionado de la inmensa sala de juntas, pero su peso permaneció, aplastante, sobre los hombros desnudos de Alina.
Ella sintió cómo el peso físico y metafórico de la dinastía Korályov se asentaba sobre ella, hundiéndola en la silla de cuero italiano. En ese instante, bajo la mirada gris y escrutadora de su padre, Alina comprendió con una claridad aterradora que su vida había dejado de ser suya. Ya no era la directora de relaciones públicas, ni la estratega, ni la hermana diplomática; se había convertido en un vientre hipotecado. Su futuro sentimental, sus deseos, su intimidad... todo había sido colocado en la balanza de una fusión corporativa antes de que ella pudiera siquiera opinar.
Alina alzó la vista y miró a Viktor.
Ahí estaba él, el patriarca. Un hombre que parecía no haber nacido de una madre, sino haber sido esculpido en hielo siberiano y pura ambición desm