La puerta se cerró tras Viktor, y el sonido metálico del seguro, que antes la había encerrado con sus hermanos, ahora parecía encerrarla con sus propios demonios.
Alina se quedó inmóvil en la inmensa silla de cuero, con las manos aún cruzadas sobre su regazo, protegiendo ese "honor" que su padre acababa de auditar como si fuera una cuenta bancaria. El silencio del penthouse era absoluto, pero en su mente había un ruido ensordecedor.
Miró su reflejo distorsionado en la superficie pulida de la mesa de ébano.
Por primera vez, Alina entendió la brutal realidad de su existencia. Su cuerpo nunca había sido suyo. Su "parte íntima", esa que acababa de defender verbalmente, no le pertenecía a ella. Su corazón, sus sentimientos, y sobre todo su género de mujer y su vientre capaz de crear vida, no eran atributos humanos para Viktor Korályov.
Eran mercancía.
Ella, al igual que Sergei con su cerebro calculador e Igor con su fuerza bruta, no eran hijos. Eran activos fijos en el balance general de K