La ciudad de Puebla se deslizaba bajo ellos como un tapiz de luces ámbar. El helicóptero avanzaba con una velocidad constante, alejándose del centro urbano hacia la periferia oscura.
Nant, mirando por la ventanilla y luego a Yago, rompió el silencio a través de los auriculares.
—¿A dónde vamos exactamente? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y escepticismo—. Dudo mucho que haya algún restaurante en toda la ciudad que tenga un "Valet Parking para helicópteros" en la entrada.
Yago soltó una carcajada suave, el sonido resonando cálidamente en el oído de Nant.
—No vamos a cenar en Puebla —respondió él, con la tranquilidad de quien decide el destino como quien elige un vino—. Hoy cenaremos en Acapulco.
Nant se quedó helada. Sus cálculos mentales se dispararon. Conocía la geografía básica: Acapulco estaba en la costa del Pacífico, a cientos de kilómetros de distancia.
—¿Acapulco? —repitió, incrédula—. Yago, eso es un viaje de más de cinco horas en carretera. Si salimos ahora, llegaremos