El asco que había sentido en la oficina, ese frío y denso veneno que le recorría el cuerpo, se convirtió en la fuerza motora que impulsó a Belém fuera de su silla, de su despacho. Había logrado conservar su puesto, pero a un costo que le quemaba la piel. No era el miedo a ser despedida lo que la había hecho sonreír y susurrar palabras obscenas, sino una desesperación que la obligaba a aferrarse a la única herramienta que King le había dejado claro que valoraba: su sexualidad. La humillación era tan profunda que no podía respirar en ese espacio, en el que cada objeto le recordaba a King y a la abismal distancia entre la dignidad y la supervivencia.
En cuanto vio la figura de King desaparecer por la entrada principal del edificio, Belém se levantó con una determinación que no había sentido en mucho tiempo. No era la determinación de una abogada en la sala de audiencias, sino la de una mujer que busca redención o, al menos, un escape. Salió de la oficina, su rostro una máscara de calma,