Cuando King terminó de hablar con Belém, un silencio pesado se instaló en la oficina. La frase "Por eso me fui. Y por eso me quedé" seguía resonando en el aire, una bofetada helada que había dejado a Belém sin aliento. King, como si el momento de revelación no hubiera existido, se dio la vuelta para irse. Pero antes de cruzar el umbral de la oficina, hizo un gesto que para Belém fue la confirmación final de su estatus en la vida de ese hombre.
King estiró su mano y, de una manera casual, casi paternal, la posó en la espalda baja de Belém. Sus dedos se detuvieron a solo unos centímetros de lo que habría sido un glúteo, un espacio de la piel tan íntimo que el contacto, aunque fugaz, fue un recordatorio cruel de la naturaleza de su relación. El toque fue firme, posesivo, como el de un dueño marcando su propiedad.
Belém, en un acto reflejo, sonrió. Fue una sonrisa de dos caras, una máscara compleja que ocultaba una verdad abrumadora. La primera razón para su sonrisa, la que quería que Kin