Después de que King terminara de hablar con los abogados, el despacho regresó a una calma superficial. Los murmullos de alivio y la renovada camaradería eran palpables, un zumbido de gratitud que resonaba en los pasillos. Pero para Belém, cada felicitación de sus colegas, cada sonrisa de aprobación, era un recordatorio silencioso de su humillación pública. Se sentía como una reina a la que le habían permitido conservar su trono, pero solo después de haber sido públicamente despojada de su corona. La vergüenza era una capa fina y fría que se pegaba a su piel, imposible de sacudir. Su mente era un campo de batalla donde la ira se enfrentaba a la vergüenza, y la derrota se mezclaba con un alivio amargo. Había conservado su trabajo, su sueldo, su estatus. Pero ¿a qué precio?
Belém se había refugiado en su oficina, tratando de recuperar un mínimo de dignidad, cuando la puerta principal se abrió de nuevo y King entró. Ella lo observó en silencio, su figura una sombra en el umbral, su paso l