La vaga explicación de Belém sobre el "pequeño inconveniente en el despacho" fue suficiente para Javier. Era un hombre bueno, sencillo y confiado, que veía a Belém a través de un lente de amor y admiración. Para él, la verdad de su esposa era tan clara como el agua. Asintió, le dio un beso en la frente a Belém y se retiró, subiendo las escaleras hacia la habitación que compartían. El sonido de sus pasos se desvaneció, dejando a las dos hermanas solas en el salón, un espacio que ahora se sentía más tenso que nunca.
Aria no se movió. Su mirada se mantuvo fija en Belém, una intensidad que Belém sintió como un fuego en la nuca. Aria no era como Javier. No era ingenua, ni estaba cegada por el amor. Conocía a su hermana, la conocía en las profundidades de su alma, y la mentira que acababa de decir Belém era tan transparente como el cristal. Aria vio la forma en que el cuerpo de Belém se había tensado, la forma en que sus ojos habían esquivado los suyos, la forma en que su voz, a pesar de sus