El silencio en el salón de la casa de Veracruz era más ruidoso que cualquier grito. Belém se quedó de pie, el teléfono aún pegado a su oído, el eco del tono de desconexión resonando en su mente. Su mano, que sostenía el aparato, temblaba incontrolablemente, a punto de dejar caer el objeto que había sellado su destino. El triunfo que había sentido por un año, la dulce venganza que había planeado y ejecutado con tanta precisión, se había desvanecido en el aire como humo. La caída de CIRSA, el caos mediático, el dolor de Yago, todo parecía una ilusión lejana. La única realidad era la voz de King, fría y cortante, y el vacío que había dejado en su corazón.
Sus ojos estaban fijos en el vacío, su mente en un torbellino de pánico. ¿Cómo lo había sabido? ¿Cómo había King, un hombre que vivía a cientos de kilómetros de distancia, desentrañado el plan que ella había guardado con tanto celo? El miedo, una emoción que Belém creía haber desterrado de su vida, se apoderó de ella, paralizando su cue