Cuando estaba a punto de cruzar la puerta del comedor, Diana, con una voz que sonaba casual pero que, como siempre, ocultaba una intención, le hizo un último encargo. Sus ojos se dirigieron a Eunice, que seguía recogiendo los últimos platos con su discreción habitual, su presencia casi imperceptible en el fondo de la habitación.
—Joren, mi querido —dijo Diana, su voz meliflua, con esa sonrisa que no llegaba a sus ojos, la misma que usaba para sus empleados y para el público—. Antes de que te vayas a tu despacho, ¿serías tan amable de llevar a Eunice al supermercado? Necesita comprar la despensa para la semana. La camioneta de servicio está en el taller, y no quiero que se retrase con las compras.
La petición de Diana fue un giro inesperado. Joren sintió una punzada de sorpresa, seguida de una oleada de emociones complejas. Por un lado, era una oportunidad. Una oportunidad de estar a solas con Eunice, de escapar por un momento de las miradas vigilantes de la casa Castillo, de hablar li