Nant, envuelta en una de las suaves batas del hotel, se había sentado frente a la imponente mesa rectangular de cristal con ocho sillas, perfectamente alineadas: tres a cada lado y una en cada extremo. La luz del amanecer, que ahora inundaba la suite, se reflejaba en el pulido cristal, creando destellos danzantes. Mientras Yago lidiaba con el recuerdo de la "cachetada" de su madre, Nant ya había tomado la carta del restaurante, una elegante pieza encuadernada en cuero. Sus ojos escanearon las páginas, un gesto automático, buscando algo que saciara el hambre que comenzaba a reclamar su atención después de una noche tan intensa.
Sin embargo, sus ojos se abrieron con sorpresa cuando se encontró con los precios. Eran, sin lugar a dudas, exagerados. Un simple plato de huevos podía costar lo mismo que una cena completa en un buen restaurante fuera del hotel. El zumo de naranja, una fortuna. La magnitud de la opulencia del mundo de Yago la golpeaba de nuevo, no solo en el precio de la suite,