El suave murmullo del restaurante, que había sido brevemente interrumpido por el tenso intercambio entre los hermanos Castillo, volvió a llenar el aire. En ese preciso instante, como si lo hubieran conjurado, el mesero regresó a la mesa, su presencia interrumpiendo la conversación crucial, una pausa bienvenida en la creciente tensión. En sus manos expertas, transportaba una bandeja plateada donde reposaban las bebidas y los primeros platos. Con una gracia silenciosa, digna de un bailarín, el mesero distribuyó las copas de vino tinto para Joren y Eunice, el refresco de manzana y la naranjada mineral para Yago y Nant, sus colores vibrantes destacando contra la mantelería blanca. Luego, con la misma precisión, colocó los cuencos humeantes de crema de champiñones (para Nant y Eunice) y de elote (para Yago), sus aromas delicados elevándose en el aire.
En cuanto las bebidas y las cremas fueron servidas, los dos hermanos Castillo, con una coordinación que solo años de entendimiento tácito po