La molestia de Nant, aunque contenida, no pasó desapercibida para Carlos. Aunque se mantenía a una distancia respetuosa, su atención estaba siempre fija en la familia de Nant. Había notado las miradas desdeñosas de las vendedoras, la forma en que el personal evitaba el contacto visual, y el desinterés palpable en atender a un grupo que, a sus ojos, no parecía encajar con la clientela habitual del exclusivo Palacio de Cristal. Carlos conocía bien esos gestos; eran los mismos que a veces recibía cuando no estaba en su uniforme impecable o cuando se movía de manera discreta.
Sin decir una palabra, y sin alterar su expresión serena, Carlos sacó discretamente su teléfono celular de su bolsillo interior. Con una agilidad practicada, tecleó un número que parecía grabado en su memoria. La llamada fue breve, susurrada, apenas perceptible en el bullicio contenido de la tienda. Sus palabras fueron pocas, pero el tono era firme, inconfundible. La conversación duró menos de un minuto.
Lo que suced