El despliegue de poder orquestado por Carlos dejó a Nant en un estado de asombro que rápidamente se transformó en una mezcla de vergüenza y una profunda toma de conciencia. Las vendedoras, que segundos antes la habían mirado por encima del hombro, ahora se movían con una celeridad asombrosa, sus rostros pálidos, intentando anticipar cada uno de sus deseos. El gerente de la tienda y el de la plaza permanecían cerca, con una deferencia que rayaba en la sumisión, listos para intervenir ante la menor señal. Los otros clientes VIP, antes arrogantes, ahora dirigían miradas de envidia y especulación.
A pesar de la atención repentina y abrumadora, Nant se sentía incómoda. La humillación inicial había dado paso a una especie de pudor. La teatralidad de la situación la abrumaba. Se inclinó ligeramente hacia Carlos, su voz apenas un susurro, teñida de una genuina vergüenza y un atisbo de pena por el revuelo causado.
—Carlos, por favor... —empezó Nant, con un tono que denotaba su incomodidad—. ¿A