Mientras Joren y Eunice compartían caricias, gemidos ahogados de placer y la intimidad de sus fluidos en la habitación, sellando promesas y buscando consuelo, en otra parte de la mansión de Puebla, Diana se encontraba sumida en sus propios pensamientos, en la frialdad estratégica que definía su existencia. La cena había terminado, y las palabras de Joren sobre Belem, su ambigua pero satisfactoria información, resonaban en su mente.
Diana se movía por su opulenta habitación, una calculadora andante. No había espacio para la pasión o la vulnerabilidad. Su pensamiento era una secuencia de jugadas de ajedrez, cada pieza evaluada por su valor y su riesgo. Se preguntó calculadamente si debía actuar de inmediato con la información sobre Belem, o si era más prudente esperar. La razón de su cautela no era una moralidad recién descubierta, sino una advertencia muy clara y no negociable de Ludwig: no tocar a sus hijos. Para Ludwig, esa regla era intocable. Yago, siendo su hijo natural de su prim