El silencio se había apoderado del Penthouse en el exclusivo hotel de Puebla, un silencio artificialmente roto por el murmullo ininteligible de la televisión encendida. Yago Castillo yacía en la cama king-size, su figura poderosa e imponente desdibujada por el agotamiento y la vulnerabilidad. Había ganado todas las batallas corporativas del día: había asegurado CIRSA, había desarmado la ambición de Diana y había puesto a salvo el anillo de compromiso de oro rosa en la caja fuerte principal del hotel. Ahora, solo le quedaba enfrentarse a la única fuerza que no podía manipular: el destino.
Yago se había despojado del saco y se había aflojado la corbata, pero su ropa de ejecutivo permanecía sobre él. La adrenalina de la jornada —la tensión de la junta, la frialdad de la rueda de prensa, la emotividad controlada del diálogo con su madre Theresia, y la urgencia de la compra del diamante de pera— finalmente había cobrado su precio. El Penthouse, que solía ser su fortaleza, se había converti