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Alec sabía que estaba caminando sobre la cuerda floja. Entre las reuniones interminables en Radcliffe Enterprises, las visitas nocturnas al hospital para sostener la mano de una Miranda convaleciente y la gestión legal de la cacería de Beatrice, había descuidado lo más sagrado que tenía; a su hijo.

El pequeño Edward había estado inusualmente callado esa mañana. No se quejaba, pero sus ojos grandes seguían cada movimiento de su padre con esperanza y al mismo tiempo miedo al abandono. Alec sintió que el corazón se le estrujaba.

Necesitaba sacar al niño de esa mansión que, sin la presencia de Miranda, se sentía demasiado grande y vacía. Necesitaba que Edward dejara de pensar en hospitales y despedidas.

—¿Sabes qué, hijo? —comenzó Alec, rompiendo el silencio del desayuno—. Hoy me voy a tomar la tarde libre. Solo tú y yo.

Los ojos de Edward se iluminaron.

—¿De verdad, papá?

—De verdad. Vamos a ir a ese lugar de hamburguesas que tanto te gusta. El que tiene los batidos gigantes. ¿Qué dice
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