Los párpados de Miranda pesaban como si fueran de plomo. Abrirlos fue una batalla contra la gravedad y el agotamiento extremo que sentía en cada fibra de su cuerpo. La luz blanca de la habitación se filtraba a través de sus pestañas, obligándola a parpadear varias veces para enfocar la realidad.
No estaba en su cama. El olor inconfundible a desinfectante y el pitido rítmico de una máquina a su lado le confirmaron dónde se encontraba: el hospital. Intentó moverse, pero una punzada aguda en el costado y el peso de un yeso en su brazo derecho la detuvieron en seco, arrancándole un gemido ahogado.
La puerta se abrió suavemente y el doctor Julián Jones entró, sosteniendo una tabla con su historial médico. Al verla despierta, suavizó su expresión profesional.
—Buenos días, señora Radcliffe. Me alegra ver que ha despertado —anunció con voz calmada, acercándose a la camilla para revisar los monitores—. Ha estado dormida un par de días. Su cuerpo necesitaba ese descanso para empezar a sanar.
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